¡Oh, qué maravilla!, estoy en el cielo, volando, acabo de atravesar una nube, en esta otra me recuesto, waooooo, que descanso, parece de algodón. Ahora continúo subiendo, veo a los pájaros, en sus bandadas, volando bajo mis pies...
-"Icaro, te advertí que no subieras demasiado"
-"No padre, no es mucho lo que subo, es que me distraje y estuve a punto de mojar mis alas con aquella ola que ves alejarse por allí, casi me rozó su espuma."
-"Está bien, hijo, debes llevar cuidado con no mojarlas, pero, casi sería peor que te acercaras demasiado al Sol, pues sus rayos podrían derretir la cera que une las plumas y quemar el hilo con el que va cosido su armazón. No te descuides, eso sería un desastre irremediable."
-"Bueno, padre, deberías tener más confianza en tu hijo, ¡mira cómo domino el vuelo!. Es increíble, padre, me siento como un pájaro, como un ángel. Es maravilloso ver el firmamento todo, entero; cruzarme con los astros, con las estrellas, ¡mira aquel cometa!, no puedo creerlo. Mira, padre, ¡casi llegamos a la Luna...!"
-"Icaro, ¡cuidado!, no te alejes de mí, procura volar a mi altura. No queda mucho mar que atravesar, pero es demasiado peligroso lo que hacemos, a menos que sigas mis instrucciones al pie de la letra. Vamos, obedece, haz el favor de mantener esta altura...
-"Ya voy, padre, déjame dar unos brinquitos por ahí, ¡es tan bonito todo! Mira, mira que estrellas..., son increíbles, necesito tocar una. ¡Ay!, se me escapó. ¡Waoooo, esos luceros!, qué colores más flipantes... ¡Oh!, que bien funcionan mis alas, eres un genio, padre, ¡lo que tú no sepas hacer...! Estoy disfrutando más que en toda mi vida.
Pero Icaro desatendió los consejos de su sabio padre, Dédalo, le desobedeció, se dejó llevar del entusiasmo, de la aventura, de la belleza, de la libertad. Icaro agitaba sus alas y en cada empujón subía y subía y subía...Se acercó peligrosamente al Sol, ese astro de vida, de luz y de calor. Ese astro tan potente que es capaz de mantener con su energía la vida en nuestro planeta, la Tierra, y de mantener en orden a todos esos otros que giran a su alrededor acompañando a la Tierra, rindiendo homenaje al astro rey: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón. Pero todo tiene un orden que mantener, unas leyes que cumplir, unos mandatos que obedecer. De no ser así, sólo hay ocasión para que surja el caos.
Pero Icaro no comprendía de leyes... Su padre y él estaban desafiando a la ley de la gravedad. No comprendía la obediencia, estaba en la edad de la rebeldía. No comprendía que el Sol, aquel enorme y maravilloso astro de vida, de luz y de calor, pudiera ocasionar alguna malignidad. Y no comprendía qué de malo podía tener subir unos metros más arriba y contemplar más de cerca esas maravillas que jamás en su vida había soñado alcanzar. ¡Si estaban volando!, más alto que los pájaros, más alto que las nubes, más alto que las estrellas, ¡qué le detendría!
Icaro comenzó a alejarse y alejarse y a subir más y más. Comenzó a sentir un calor que se le hacía insoportable, pero el entusiasmo lo cegaba, ya casi llegaba al Sol, y podría penetrar en su interior y jugar con sus rayos.
Pero, de repente, comenzaron a desprenderse las plumas que configuraban sus alas.
Dédalo gritaba y gritaba sin cesar el nombre de su hijo. Pero, la distancia que les separaba se había hecho enorme, existía un abismo entre ellos. El sonido de su voz se perdía impotente en medio del firmamento. Desolado veía como perdía a su propio hijo en aquel vacío inmenso donde ya no lo podría recuperar.
Icaro sufría ya de graves quemaduras en su piel, y su cerebro, estrujado por el insoportable calor, ya no le permitía pensar con claridad, coordinar sus movimientos, tomar una decisión. Víctima de una insolación en toda regla, viajaba a la deriva dejado llevar por las ráfagas del aire caliente y poco a poco iba perdiendo plumas y más plumas. La cera que las sujetaba se había derretido por completo y el hilo que cosía el armazón, totalmente quemado, había ido desapareciendo hasta que Icaro se vio desposeído de sus extremidades artificiales y, con su frágil y desprotegido cuerpecito, a merced del viento y los empujones de astros y asteroides que, confabulados con la fuerza de la gravedad, lo zarandeaban haciéndole perder altura, sus fuerzas, su consciencia..., hasta que comenzó a caer en picado, descendiendo vertiginosamente entre las estrellas, los satélites, los planetas y los cometas que, alegres le saludaban a su paso sin comprender que él, Icaro, no era como ellos, que no podía mantenerse a su misma altura y que, irremediablemente, viajaba sin tregua hacia un trágico y certero final.