El árido y desolado desierto de Atacama se encuentra al Norte de Chile, entre el Pacífico y la gran cordillera de los Andes.Quizás utilizar el calificativo de desolado no sea del todo justo, aunque si bien es verdad que en miles de quilómetros cuadrados no hay otra cosa que viento, tierra y silencio, el desierto de Atacama desprende un misticismo especial que se palpa y se respira; y de la nada surgen paisajes tan grandiosos y bellos como el Gran Salar, que incomprensiblemente encierra todo un mundo biológico lleno de vida: Flamencos, roedores que deambulan entre los retorcidos recovecos de la morfología del Salar, pequeñas aves y una gran variedad de insectos que viven entre las capas de lodo que se encuentran bajo la blanca lámina salada de la superficie.
Después de un eterno viaje en autobús de casi 30 horas, llego vía Antofagasta y Calama al pequeño y encantador pueblo de San Pedro de Atacama. Este pueblo es un acogedor Oasis en medio del desierto. Sus casas de adobe y sus estrechas calles de tierra le confieren un aspecto tranquilo y relajado que me recordaba a algunos de esos pequeños pueblos de la vieja y cansina Castilla. El espectacular paisaje que rodea a San Pedro es indescriptible. El majestuoso cono del volcán Licáncabur se alza al fondo de la llanura con sus casi 6.000 metros y con un desnivel vertical sobre el Salar de 3.600 metros. Otros volcanes cercanos, no quieren ser menos y se suman al adorno de la geografía. El Lascar, con sus más de 5.000 metros de altura y aún activo, se muestra humeante y amenazador desprendiendo sus níveos vapores, que contrastan con el intenso azul del cielo de la "puna". Los caminos de tierra que se adentran altiplano arriba en busca de los altos pasos andinos hacia los paises vecinos de Bolivia y Argentina, hacen trabajar la imaginación y el corazón se ensancha. Por primera vez en mucho tiempo había decidido darle un descanso a mi fiel parapente después de muchos vuelos en diferentes lugares de Chile y del ajetreado y apasionante viaje que acababa de realizar por tierras peruanas. Esta vez, intentaría olvidarme por unos dias del vuelo para centrarme más en otros aspectos del viaje que, a veces, pasan inadvertidos a causa del continuo e incontenible deseo de volar que se tiene, al levantarse cada mañana y tropezar con la bolsa de tu parapente. Así que, aunque muy a mi pesar, mi "fiel amigo" de trapo y cuerdas se quedó a buen recaudo en casa de otro no menos amigo, Arturo Vergara, en Santiago. Era Diciembre y después del día llegaría una noche de plenilunio. Una ocasión de oro para contemplar la salida del pequeño astro que alumbra las noches de los humanos y demás bichos, desde la mágica y sobrecogedora depresión del Valle de la Luna, a pocos quilómetros de San Pedro. Alquilé una bicicleta de montaña y recorrí las polvorientas callejas de San Pedro doblando esquinas de adobe hacia la salida del pueblo. La carretera sin asfaltar que conduce al Valle de la Luna se me hizo más larga y pesada de lo normal, pues un fuerte viento de cara frenaba cada pedalada que daba. No obstante, hacer mountain bike entre la soledad de ese gran desierto con un horizonte inalcanzable y rodeado de las jurásicas formas del cercano Valle de la Muerte, antesala que conduce al Valle de la Luna, es algo que compensa sobradamente el esfuerzo por duro que éste sea. La visión que me ofreció el Valle cuando con la bicicleta descendí entre piedras y arena después de haber coronado un pequeño cerro, fué mucho más convincente de lo que ya conocía por postales y fotos de alguna revista. Aquel paisaje era el "Todo y la Nada". El Sol poniente teñía de sangre todos los relieves a la vez que una brillante y plateada Luna se dejaba entrever por levante, superando las más altas cumbres andinas; y hasta el propio Rey del lugar, el Licáncabur, se postraba sumiso ante tan bella aparición. Mi máquina de fotos se volvió loca, y un tic nervioso se apoderó de mi dedo índice que era incapaz de dejar de apretar el disparador de mi Pentax. Me sentía pletórico y la noche se cernía lentamente sobre mí y el desierto. La poderosa luz de la Luna se reflejaba en el suelo cubierto por capas blancas de sal, y se podían leer las páginas de un libro sin otra luz que la que iluminaba la propia noche. Instalé mi tienda y la música que llegaba del campamento de un pequeño grupo de personas acampadas a unos 100 metros de donde me encontraba, contrarrestaba con aquella quietud. Otro viajero solitario montaba su tienda iglú tras un promontorio a resguardo del viento que comenzaba a amainar. Entre todos parecíamos los últimos seres vivos en la Tierra. Todos habíamos llegado allí por lo mismo, atraidos por un desconocido magnetismo que no tenía explicación, como si de un embrujo se tratara. A medida que me adentraba en la noche, el viento se calmó del todo hasta que el silencio se hizo dueño del lugar. Entonces pude comprobar por mi mismo lo que ya había oido y aún no acababa de creerme del todo: "El desierto hablaba". La tierra y las rocas crujían a cada poco por el cambio brusco de temperatura, y al amanecer, con la salida de los primeros rayos del Sol, comenzaba de nuevo la incesante letanía entre las piedras, como queriendo desvelar secretos de millones de años. El alba se presentó tan fascinante como el crepúsculo. El Valle de la Luna despertaba lleno de vivos colores que de nuevo embelesaron el objetivo de mi cámara. Cuando había llegado, las prisas por captar en imágenes la salida de la Luna y por montar mi tienda ya de noche, hicieron que no me percatase de la coqueta y gran duna que cerraba el valle por el Noreste. Aún no soplaba el viento, pero pronto imaginé lo que sería volar la duna sobre las escultóricas formas de aquel lugar hechizado. Empezaba a arrepentirme de no haber traido el parapente. Lo sabía, cuando cargo con él, me quejo del bulto y del peso, y cuando no lo tengo, lo hecho de menos y me encolerizo al descubrir rincones únicos en el Planeta donde podría volar, teniendome que conformar con admirarlos desde la "triste" perspectiva de la dimensión horizontal.
De repente veo a unas personas que enfilan la ladera de la duna con unas mochilas a la espalda que llaman mi atención. No son mochilas normales y descubro extrañado que son mochilas de parapente. El pequeño campamento de donde salía la música la noche anterior con la que me acurruqué en mi saco, lo formaban un escueto grupo de pilotos franceses que estaban viajando por Chile intentando descubrir, al igual que yo, los secretos de este maravilloso país entre vuelo y vuelo. No podía creer que hubiera coincidido con unos "colegas" del aire en el mismo día, lugar y hora en uno de los confines más hermosos de todo continente americano. Despegaron desde lo alto de la duna y por un momento sentí una gran envidia. Volaban descalzos flirteando con la suave y fina arena, y disfrutaban de aquellos instantes sabiendo que disponían de muy poco tiempo para alargar aquel cortejo, pues el viento del desierto empieza a rugir a medida que el Sol gana altura y en poco tiempo el vuelo se hace impracticable. Más tarde hablé con ellos y me comentarón que de ahí se iban hacia el Lascar para intentar la ascensión durante la noche y luego despegar y volar al amanecer hacia el Salar. Ya bien temprano, cuando el viento comienza a levantarse y el calor aprieta, se forman en toda la zona enormes y peligrosos remolinos de viento y arena que se elevan hasta mas de cien metros; por eso cualquier vuelo que se pretenda realizar en el desierto del altiplano debe hacerse antes de que aparezca este fenómeno. Los mini-tornados se presentan de improviso y se desplazan durante cientos de metros siguiendo un itinerario arbitrario y cambiante; así que hay que volar casi al amanecer, antes de que esos "diablos enroscados" comiencen a moverse como piezas de ajedrez en este gigantesco tablero del desierto. De buena gana habría partido con ellos. Como yo, habían llegado desde el viejo continente con el afán de descubrir lugares remotos y fascinantes; volar donde muy pocos lo han hecho y saborear la aventura en su estado más puro y lúdico, pero como ya comenté, mi parapente descansaba en un armario de Santiago y yo me había trazado otros planes. Les deseé buena suerte y me puse de nuevo en camino hacia San Pedro de Atacama a golpe de pedal. El Valle de la Luna iba quedando atrás y el oasis de San Pedro surgía poco a poco en el horizonte mostrándome su verde intenso como una mancha de vida y esperanza en medio de la nada.