Hoy os voy a contar una historia de un vuelo que me di el otro día en Organyà, “la montaña mágica”. Es la primera vez que íbamos a esta zona.
Es un solo vuelo físico, pero realmente fueron dos. Bueno, siempre que vuelo hago dos vuelos, uno hacia fuera y otro hacia dentro, pero en esta ocasión esa separación fue mayor, tanto, que no tengo más remedio que contarlos por separado, como si de dos vuelos distintos se tratara. Uno es el cerebral, el otro, no sé… Llamémosle el “distinto”.
Vuelo 1.
El vuelo tiene orientación Sur. El desnivel lo estimo en unos 250 metros y la distancia a la toma, unos 700 metros en línea recta, lo que a grosso modo me da una fineza de tres puntos. No representa ningún problema llegar por puro planeo, desde luego, amén de que lo que rodea el campo oficial son tierras de labor que suponen una opción válida en caso de aterrizaje alternativo.
Lo curioso es que el despegue se encuentra aproximadamente a un cuarto de la altura de la montaña. Es decir, la montaña tiene aproximadamente 1000 metros de desnivel hasta la toma y el despegue está a 250. Parece ser que no se estima necesario buscar un despegue más arriba. Desde luego, cuando llegué, había gente volando a la altura de la cima.
El vuelo interesante es durante la restitución; el valle que cruza en el sentido Este-Oeste, que es el que se vuela, aparte de haber sido bien insolado durante el día, es continuamente rellenado por una brecha en sentido Norte-Sur que originó en su día el río Segre. En la zona sur de esa brecha natural, un remanso apantanado del río alimenta el valle mencionado, favoreciendo la ascendencia general en el seno del valle.
El viento en el despegue es muy flojo; de hecho, hay bastantes voladores que salen de frente. Lo cierto es que la poca sensación de sustentación que ofrece la brisa hace que yo también me lo plantee, aunque más bien por costumbre, opto por despegar de espaldas, acompañando a la vela mientras me doy la vuelta.
En cuanto me aproximo al borde, la vela entra en la masa de viento ascendente y subo verticalmente. Ya estoy volando. Suelto un poco de freno para penetrar con comodidad.
Busco la ascendencia por la ladera, pero pronto me doy cuenta de que no es necesario pegarse mucho a ella. Mi vario marca continuamente un uno y medio hacia arriba, es suave pero constante.
En un par de pasadas por delante del despegue, voy tomando metros de altura. Evito un par de pequeñas vaguadas que no me inspiran confianza, situadas a ambos lados del despegue, hasta que tengo la altura suficiente para continuar por toda la ladera.
En unos minutos, me encuentro en la cima de la montaña, a la altura de las antenas que hay allí. Supero incluso en altura a éstas.
Después de un rato de idas y venidas, viendo que ya he llegado al techo, calo el vario a cero para evaluar la altura cuando llegue a la toma.
Decido pasear a antojo por el valle, ya que la pérdida de altura es mínima. Paso por la vertical de Organyà.
Una vez que ya decido bajar, pruebo a hacer unos delfines, pero la estabilidad en cabeceo de la vela impide que los haga, al menos, elegantemente.
Pruebo una barrena. Centrifugo unas dos o tres vueltas y la vela me regala una y media más, hasta que al salir me agasaja con una pequeña plegada que compenso sin problemas. El vario me ha registrado un descenso de –17,3 metros por segundo.
Un par de wingovers no muy marcados, y meto orejas un buen rato para perder la altura restante.
Aterrizo en el campo oficial, hora y cuarto después de despegar. Altura conseguida: 1300 metros sobre el aterrizaje.
Vuelo 2.
Llego al despegue. Todos me animan para que prepare prontito y pruebe la ladera, a fin de cuentas, yo todavía no la he catado, solamente he hecho descensos.
Salgo.
Impresiona ver que a pesar del aparente viento flojo en el despegue, subo casi vertical. El vario pita flojito pero continuo, constante...
Me pongo a hacer ladera, no me pego, no hace falta.
La paz me invade.
La sombra de la tarde se vislumbra en las laderas del otro lado del valle. Poco a poco, ascendiendo más y más, el valle se empieza a empañar de esa tenue bruma que indica que estás muy alto.
Cuando voy hacia el Este, delante de mí aparece un intento de Gloria... por debajo y en línea conmigo, aparece mi sombra con un halo de luz sobrevolando la vegetación.
Esto sí es estar en la Gloria.
Estoy a la altura de las antenas. Me entretengo paseando y veo todas las cordilleras montañosas que se extienden en el sotavento. Hay un par de parapentes conmigo, que se retiran al centro del valle.
Subo por encima de las antenas, bastante por encima.
Silencio.
Luz.
Calma.
Paz.
Sensaciones varias me recorren, la Libertad me ha invadido, esa Libertad que es tan utópica que solamente se puede saborear en un vuelo que está condenado al aterrizaje antes o después…
Y entonces, me reencontré con alguien.
Un niño travieso, un niño que era yo de crío, ese que ya había enterrado hace mucho tiempo, apareció estrepitosamente en escena.
-“¿Te vas a quedar toda la vida haciendo ladera, o vas a hacer algo de una vez?”
-Bueno, la verdad es que la gente está volando a mucha altura por el centro del valle…
-“¡PUES TIRA! ¡VAMOS A DAR UNA VUELTA HASTA EL PUEBLO!”
Y para allá fuimos.
En la vertical del pueblo, en el centro del valle, habría perdido unos doscientos metros nada más.
-“¡Vamos hacia el sol!”
Enfilé hacia la inalcanzable bola luminosa, cada vez más cercana al horizonte.
-“Pero qué aburrido eres… ¿No sabes hacer otra cosa que ir en línea recta? El suelo desde aquí parece una fotografía aérea…”
Para complacer a ese niño inquieto, decidí hacer unos delfines. Mi poca pericia unida a la estabilidad en cabeceo natural de esta vela, hicieron que salieran tímidos, muy tímidos. Paré porque estaba empezando a encontrar el punto de pérdida de la vela sin hacer nada positivo a cambio.
-“¡VAYA MIERDA DE DELFINES!”
Contrariado, y viendo además que muchos de mis amigos de vuelo ya estaban aterrizados, decidí empezar a bajar.
Creo que probaré una barrena.
Meto mando, inicia el giro, en el segundo ya es barrena, cadencio con el mando externo y aguanto…
El vario chilla, la fuerza centrífuga me pega a la silla, todo se vuelve un círculo y soy yo el centro…
Decido parar y la vela me regala otro giro y medio. Una trepada y la vela se queda encima de mí fofa, desganada, inerte. Un lateral inicia una plegada.
¡Arriba mandos! ¡Cargando peso! ¡Vuela, pequeña!
La vela se recupera e inicia otra vez un vuelo ordenado. Han sido décimas de segundo.
-“¡UUUAAAUUU! ¡QUÉ PASADAAAAA!”
Mi niño interior estaba emocionado.
Y para que no cayera esa emoción, hago un par de wingovers, eso sí, no muy marcados… no quería recordar viejas plegadas de antaño por no cadenciar bien.
Todavía estaba muy alto, decido meter orejas y girar con ellas, eso sí es aumentar la tasa de caída.
Poco a poco, me aproximo a la toma. Suelto orejas e inicio el tráfico.
A eso de dos metros de altura al suelo, un fuerte gradiente me sorprende y tengo que frenar con ganas… aterrizo sin problemas.
Y ahí estábamos, mi niño interior y yo, contemplando a la gente, contemplando la montaña otra vez alta, contemplando la vela hecha un sencillo trapo en el suelo…
Todo parecía irreal, todo era tan distinto aquí abajo… la realidad está ahí arriba, sin duda.
Llevo un par de días con mi niño al lado, poco a poco se está asustando de nuevo de ver la sociedad devoradora que nos arrasa y se está escondiendo otra vez en su caverna… pero sé cómo hacerle salir cuando yo lo desee.
Y por eso, simplemente por eso, soy feliz. Porque tengo esas armas.