A veces la vida nos arrastra en su loca espiral de agobio.
A veces, llegas al límite.
A veces, tantas cosas pasan a tu alrededor, tantas cosas tienes que atender, el trabajo es tan agobiante, que te ves sobrepasado.
Y entonces, a veces, el cuerpo dice “basta…”
Y bueno, básicamente es un poco lo que me ha sucedido. El “basta” ha venido en forma de gripe potente, con visos de bronquitis.
En el fondo, las enfermedades son muchas veces la forma que tiene nuestro organismo de decirnos que ya está bien, que ha llegado a ese mencionado límite.
Creo que el dato que debería ponernos en guardia al respecto es cuando todo se vuelve gris… Vas a trabajar, y el trayecto es gris, en un cielo gris, hasta llegar al edificio gris. Allí te esperan compañeros grises en una atmósfera gris… Hasta que acabas, vuelves a tu casa y te miras en el espejo: Te ves gris. Te acuestas para convertir ese gris en negro con el telón de tus párpados, que cierran el día para repetirlo igual al día siguiente.
Día siguiente copiado del anterior con un gris papel de calco.
Lo único que me puede sacar de ese estado es volar, y con esta primavera que estamos teniendo, eso está vetado… Todos los fines de semana vienen lluviosos.
Grises.
En fin, al final, como comentaba, una potente gripe con algo “de regalo” en los bronquios vino a dejarme en casa aparcado, sin remedio.
Y entonces fue cuando caí en la cuenta de que (una vez más) había llegado al límite… Gris límite.
Poco a poco llega el sábado. Las previsiones son malas, como últimamente pasa. Pero al menos, por la mañana parece que no lloverá. Bueno, tal como dice un grupo del Facebook, “Lo mando todo a tomar por culo y me voy a volar”…
O a hacer campa. Pero al menos, a sacar la vela antes de que llueva, y eso que mis bronquios no me dejan hacer esfuerzos.
Llego al despegue, está encarado pero suave, demasiado suave. Me planteo hacer campa.
Al segundo inflado, me doy la vuelta y encaro la ladera. Precisamente, el mismo vuelo donde “agredí a Casilda” (ver la pubilcación anterior de mi blog).
Entonces, me decidí. Debía demostrar a mi vela que podemos volar juntos, y debía despegar mi cuerpo de mi sombra para demostrarme que sigo vivo.
Así que salí.
Vuelo de descenso, no hay nada aprovechable, planeo tranquilo hacia la toma.
Decido copiar el tráfico que hice la otra vez y pasar por encima de la señal donde rompí el suspente, simplemente, coordinando giros tranquilos, demostrándome que la mejor forma de superar un obstáculo es yendo hacia él con decisión.
Pasé tranquilamente por encima de la señal, tomé en paz y suavemente, como otras tantas veces…
Pero de repente, el mundo tenía otra vez color. Brindé mi vuelo y lo dediqué.
Luego, en el despegue de nuevo, las condiciones seguían flojas, demasiado flojas. Me dediqué a esperar. A ver de nuevo ese mundo de color que ya no recordaba.
Alrededor mío, unas abejas afanosas libaban el néctar de las flores de los matorrales. La suma de sus zumbidos componían una música sin partitura, monótona, pero variable si uno se fija lo suficiente.
Música eterna que aprovecha el color del campo. El color que nos negamos a ver nosotros mismos cuando caemos en el error de tomarnos la vida en serio.
Necesito volar.
Necesito las flores, y las abejas, y el campo…
Necesito pensar… En nada.