Como vengo diciendo desde hace ya algunos artículos, este año está siendo bastante escaso de vuelos para mí.
Ya sea por falta de tiempo cuando hace bueno, o por falta de buen tiempo cuando hace malo, el caso es que este año mis vuelos a duras penas se aproximan a la decena. Eso sí, aunque alguno haya sido un mero descenso, he saboreado todos como quien apura ansioso los restos de un mousse de chocolate.
En los pocos días que nos hemos permitido salir de vacaciones, no hemos tenido demasiada suerte con la meteorología. La primera semana de Septiembre suele ser una buena opción para ir a Castejón de Sos y allí fuimos, pero un Norte insistente nos tuvo en tierra casi todos los días excepto el último. Menos mal que la zona está llena de actividades alternativas y paisajes absorbentes...
El último día, como digo, sí se pudo volar. Un vuelecillo por la mañana para desperezar, y otro, ya desde Liri, por la tarde.
Para los que no lo conozcáis, Liri tiene un desnivel de unos 1400 metros, es uno de los vuelos “que hay que probar” en nuestro país, y también es uno de mis preferidos.
El vuelo tiene orientación sur, pero da a un valle (El Barranco de Urmella), cuya orientación es Este-Oeste. Ese día, el viento se encauzaba de Oeste por ese valle, haciendo la transición desde el despegue hasta dicho valle un poco turbulenta.
Alioth decidió no despegar, con buen criterio, y despegó una buena amiga nuestra y yo después.
Nuestra amiga subió como la espuma, siempre hacia el valle, aunque con síntomas de quedarse “pinchada”. Yo, como también estaba inmerso en la turbulencia de camino hacia el valle, me preocupé por su felicidad. El vuelo está para disfrutar, no para pasarlo mal. Una llamada por la radio y una respuesta serena por su parte, me hicieron tranquilizarme por su estado. Aquí, en el centro de la foto, se ve un puntito. Es ella.

Una vez que llegué a la altura de Piedras Blancas, la turbulencia desapareció, y me fui a buscar la térmica habitual que por allí mora. Y allí estaba, esperándome.
Al cabo de unos giros de suave ascendencia, me encontré a la altura del Pico Gallinero. Por detrás de él, el Aneto se dejaba ver, grisáceo, indiferente, demoledor. Con ese poder absoluto que tienen las cosas inertes, que al ignorar su grandeza, las hacen aún más grandes.

El viento a esta altura pasa sin ruido, ya que por rápido que vaya no tiene ningún obstáculo en el que entretenerse a jugar. Las laderas de hierba y roca quedan demasiado abajo como para que se puedan oír sus palabras cuando el viento las lame.
Ese silencio solamente era roto por los pitidos de mi vario y el siseo de los suspentes. Por fin, alcancé el techo, ya no se subía más. El vario enmudeció y me dediqué a pasear por el valle, explorándolo, redescubriéndolo, volviéndome a rendir otra vez, como tantas otras antes, a su majestuosidad, a su vacío, a su imponente espacio...
En esta ocasión, calcé la vela para volar despacito, y el ruido de los suspentes pasó a ser un murmullo suave que me arrullaba, como el ruido del mar en una playa cercana. Deseaba un vuelo suave, un paseo por el seno de la bruma que, con la tarde empezando a caer, lo invadía todo como si fuera un velo protector para conservar las cosas tal como estaban, preparándolas para pasar la noche y así poder estrenar mejor el día siguiente.
Contemplé cómo Alioth bajaba el coche por la pista, luego por la carretera, y por el pueblo, hasta la toma.
Cuando llegué a la vertical de Castejón, llevaba todavía un buen remanente de altura, aún después de todos los paseos despreocupados que me había dado por el valle, como una polilla inquieta, pasando por encima de todas las colinas y sitios que me intrigaban.
Entonces, lo vi.
Un buitre estaba en las proximidades, a mi altura, girando. Otro andaba mucho más alto, casi en la otra ladera del valle.
Me acerqué a él. Giraba a izquierdas y, como mandan las buenas costumbres, giré en su mismo sentido, para no estorbarnos. Me acerqué mucho, como a una veintena de metros. Él no hizo ningún ademán extraño, siguió girando.
Y yo, con él.

Un giro, otro, otro más... Sus alas extendidas y su lomo curvo formaban un todo con la masa de aire. Yo giraba diametralmente a él, y con el mismo radio de giro. Era un vals.
Al cuarto giro, empezó a ascender, en parte por su mejor planeo y supongo en parte también, porque se aburriría de compartir térmica con un ave tan perezosa y torpe como yo. Ascendió, ascendió... y continuó su vuelo junto a su compañero, que le esperaba en el ático.
Cuando volví a la realidad, me encontré de nuevo a solas, girando un cero, y llorando de emoción. La barbilla me temblaba como un niño al que las lágrimas le brotan sinceras.
Seguí planeando sosegadamente, perdiendo altura para poco a poco ir descendiendo al aterrizaje.
Y entonces, me acordé de otro viejo compañero de vuelo que también está por aquí.
Corría el año 1991, estaba en el curso de iniciación. Era un curso intensivo, en Semana Santa. Dormíamos en un albergue.
Uno de nuestros compañeros, la verdad, tenía una pinta un poco rara. Delgado, con una barba no muy poblada y aparentemente sin cuidar, con algún que otro diente de menos, con cicatrices en antebrazos y pantalones de chándal bastante usados.
Dentro del variopinto grupillo que éramos, él destacaba, desde luego. Eso sí, un tipo agradable y dicharachero.
La cosa habría quedado ahí de no ser que por la noche, cuando estábamos todos preparándonos para acostarnos en las literas, unos cuantos le vimos sacar con disimulo una jeringuilla y dirigirse al cuarto de baño.
Cruce de miradas entre los testigos. Teníamos un tío problemático en el grupo, y estábamos haciendo una actividad con riesgo. Recelos. Malos pensamientos.
Volvió del cuarto de baño. Evidentemente, ya todos sabíamos el por qué de tantas cicatrices. Las pantorrillas se veían llenas de pequeñas heriditas, sin duda por ir cambiando de sitio para recibir su dosis.
Eso sí, lo cierto es que volvía bastante entero, sin cambio alguno de carácter, aparentemente. Pero sí lo hubo.
Era lo bastante despierto como para detectar que algunos le estábamos mirando raro, que sospechábamos algo...
-Es insulina, es que soy diabético. A ver qué os estáis pensando...
Los demás nos miramos, con un sentimiento de entre risa y culpa. Ciertamente, le habíamos juzgado, procesado y condenado, sin posibilidad de contemplar otras opciones. Aprendí una buena lección ese día...
Con el tiempo, Jesús, que así se llamaba, (“Carlos Jesús” para los amigos debido a un personaje televisivo de la época), demostró ser un tipo interesantísimo, montañero de vocación, lleno de heriditas a base de pasar entre matorrales y piedras, heriditas que curaban mal debido a su diabetes, enfermedad que por otro lado él minimizaba e incluso despreciaba. Hacía toda actividad imaginable: Escalada, descenso de cañones, rappel, perros de trineo... y preparándose para ser monitor de parapente. Estaba creando su propia empresa de multiaventura, aunque todavía eso no estaba de moda...
Recuerdo un día que habíamos quedado para volar, y llegó tarde... Resulta que le habían parado la furgoneta en un control policial; al verle la pinta le hicieron abrir la parte trasera, y empezaron las preguntas...
-¿PARA QUÉ SON ESAS CUERDAS?
-Mire usté, para hacer puenting.
-YA. (recelo). ¿Y ESOS TUBOS?
-Pues para proteger las cuerdas de las aristas angulosas de los puentes.
-¿Y QUÉ TIENEN ESAS MOCHILAS?
-Parapentes.
-¡JODER! ANDE, CIRCULE...
Supongo que el agente debió de pensar que este hombre estaba loco, y le dejó ir rápidamente.
Lo cierto es que algo loco sí estaba. Estaba loco por vivir, por disfrutar del aire puro, de la naturaleza... Tanto, que muchas veces se olvidaba de su enfermedad y no se ponía su insulina, o no cuidaba su dieta... Lo que le llevó a una ceguera irreversible.
Pero también amaba Castejón y su vuelo, y estar ciego no le iba a impedir volar.
Seguía yendo allí, y con un asistente en el despegue, salía. Luego le iban indicando por radio todo el vuelo, y otro en la toma le decía eso de... “Manos arriba... déjala volar... te acercas... un poco de derecha... iguala mandos... ¡MANOS ABAJO A TOPE YA!”
Torpemente, sus pies impactaban con el suelo y en tres trompicones había aterrizado de pie y sin novedad.
Su enfermedad, mientras tanto, seguía su curso, empeorando. Para ayudarle a él y a su familia, incluso se hicieron unas camisetas con una de las caricaturas que él hacía, que también eso se le daba bien:

Al final, su enfermedad desembocó en una crisis irreversible y nos dejó.
En un último acto, uno de nuestros amigos de aquélla época vino a Castejón con la familia de “Carlos Jesús”, y en un postrero vuelo biplaza, esparcieron sus cenizas por el valle, por este valle que ahora mismo yo estaba surcando.
Cuando aterricé, todas esas sensaciones pasaron ante mí como una película: El temor por mi amiga, contemplar a Alioth bajando el coche, surcar el valle en silencio, volar con un buitre hermano, volar con un viejo amigo...
Va por ti, “Carlos Jesús”. Hasta luego...
